<<Buenos días>> dijo al entrar en el ascensor.

<<Hola>>

<<¿Qué tal?>>

Respondieron las otras dos personas que había dentro del mismo. Con él eran tres, más el pequeño bebe que estaba completamente dormido.

Él era el vecino del quinto. Un hombre de unos cuarenta años que trabajaba en una oficina de algo, quizá era contable o administrativo. Siempre salía de casa a eso de las nueve de la mañana y solía ir vestido como todo el mundo, sin nada especialmente llamativo.

También estaba la vecina del octavo. Era bastante joven, no tendría más de veinte años o así, quizá veinticinco pero no más. Se había mudado hace unos pocos meses junto a su pareja, un muchacho de una edad parecida. Él trabajaba como repartidor, con lo que pasaba poco tiempo en casa, mientras que ella era decoradora de interiores, algo que era evidente cuando se visitaba su casa. Eran amables y tenían una hija muy pequeña, todavía bebé que era precisamente la que iba dormida en sus brazos.

El tercer vecino, cuarto si contamos a la niña que viaja a los reinos de Morfeo, era el señor del sexto. Un hombre de sesenta años, que vivía solo y trabajaba en casa prácticamente siempre. A veces tenía visitas de algún amigo y de un par de nietos que parecían adorarle. Era escritor, con un éxito discreto pero el suficiente para haberse ido en varias ocasiones a firmar fuera del país.

Y el ascensor, claro. Un ascensor que hacía poco se había cambiado y reformado. No era muy grande, pero lo suficiente. Las puertas y la cabina eran nuevas, aunque en cierto modo seguía pareciendo viejo. Quizá era más una percepción de algunos de los inquilinos del bloque que una realidad, pero nadie podría decir que era precisamente un último modelo.

Los dos adultos de dentro, el escritor y la decoradora, se movieron para dejar espacio al oficinista. Este entró, sonrió y volvió a meterse en sus pensamientos. El ascensor iba bajando con normalidad, mientras sus pasajeros evitaban hablar y tenían esa misma incomodidad que todos tenemos cuando estamos en esa situación.

TRANK.

Se paró en secó con un golpe.

Todos se asustaron un poco. La pequeña se despertó y empezó a llorar.

<<Sshhh, no llores>> dijo su madre.

<<No se preocupe>> dijo el viejo escritor <<Es normal que se haya asustado con el golpe>>. Sonrió a la joven mujer y esta pareció confortarse por un momento.

<<Miren, aquí hay un botón de esos para hablar con la empresa de ascensores. Voy a tocar>> dijo el oficinista.

Las noticias eran buenas. Iban a tardar algo menos de una hora en llegar al edificio, y después era solo cuestión de minutos que les ayudaran a salir y que el ascensor volviera a funcionar. No había nada de qué preocuparse.

<<Voy a llamar a mi nieta para que no se preocupe>> dijo el escritor. <<Vaya, no tengo cobertura. ¿Podrían dejarme uno de sus teléfonos?>>

<<El mío está en casa. La peque y yo solo bajábamos un rato al parque y no pensé en cogerlo>> respondió la decoradora.

<<Qué raro… el mío tampoco da señal>> dijo el oficinista.

Era raro, pero en fin, ¿quién no se ha quedado sin cobertura en el momento menos indicado?

<<Bueno, no se preocupen. Ya dijeron que tardarían menos de una hora, así que no creo que ni tenga tiempo de preocuparse>> soltó el escritor sin darle más importancia al asunto.

En silencio esperaron. Pasó una hora.

Dos.

Tres.

Inquietos volvieron a apretar el botón. Nadie respondía.

Sin móviles, sin poder salir y sin poder contactar con el exterior.

Golpearon las puertas y las intentaron abrir, gritaron pidiendo auxilio, pero nada. Nadie parecía estar al otro lado.

¿Ya pasaban cinco horas?

<<Esa niña apesta>> dijo el oficinista.

<<Puedo cambiarla, tengo pañales, pero no dónde tirar el viejo>> respondió la decoradora algo molesta.

<<Pues algo tendrá qué hacer. Es su hija pero está molestando a todos>> le dijo, mientras la pequeña no dejaba de llorar.

<<Por favor, no discutan>> dijo el escritor. <<Eso no va a servir de nada. Parece que estaremos atrapados y tenemos que intentar llevarnos bien>>.

<<Tengo que mear>> dijo secamente el oficinista.

<<¿Y no se puede aguantar?>> dijo la decoradora.

<<Lo que sorprende es que ustedes lo hagan, llevamos ya aquí…>> miró el reloj, también se había parado. <<Estupendo, ya no sé ni qué hora es. Mi reloj está estropeado>>.

<<Supongo que antes o después todos tendremos que hacer nuestras necesidades>> dijo el escritor de nuevo intentando apaciguar a los otros dos. << Péguese a esa esquina y haga su pis>>.

Él fue el primero. Al cabo del tiempo la decoradora también. Les pidió que sujetaran a la pequeña y que por favor se giraran. Y finalmente el escritor tampoco pudo aguantar. Las horas pasaban, el olor era terrible y el cansancio agotador.

Intentaron varias veces escapar y pedir auxilio, sin lograr nada. Al final, rendidos por la tensión y el hartazgo físico, intentaron dormir en el suelo del ascensor. No era cómodo y estaba sucio, pusieron en el suelo una de las mantitas de la niña, que se aferraba con fuerza a su madre, e intentaron dormir unas horas.

<<Todo saldrá bien, no se preocupen>> de nuevo el escritor. Los otros dos no dijeron nada. Cerraron los ojos e intentaron dormir.

El tiempo pasó y pasó. Las horas debían juntar ya días. El olor de los orines y las heces era cada vez más insoportable y aunque intentaron buscar formas de taparlo, no se podía. La insalubre situación se volvía cada vez peor. Estaban cansados, sucios y hambrientos.

La poca comida que tenían, consistente en un par de tuppers del oficinista, varios potitos de la niña, dos bocadillos de su madre y tres chocolatinas del escritor, se había acabado hace tiempo. No podían saber con exactitud cuánto. Tampoco quedaba agua ni de la botella del oficinista, ni de la decoradora.

Los gritos y ataques entre ellos iban a más. Por el día, suponían que era el día, el calor era terrible, y por la noche, suponían que era la noche, el frío se se hacía cada vez mayor. Dormían, pero no descansaban. Las ojeras de todos eran cada vez mayores, empezaban a tener dolores de lo angosto del espacio y de no poder moverse.

Esa noche, si es que era de noche, el escritor habló con el oficinista cuando la niña y la decoradora estaban dormidas.

<<Está usted loco>> le dijo.

<<No digo que quiera hacerlo, pero no veo otra opción. No sabemos qué está pasando, ni siquiera si alguien vendrá, pero mientras tanto debemos sobrevivir>>

<<Es una barbaridad, es totalmente inhumano>>

<<Bien>> dijo el escritor mirando sus dedos <<Entonces, dígame usted otra solución>>

El oficinista no respondió. Estuvo un rato en total silencio, la tensión entre los dos era palpable.

<<Vale. De acuerdo, pero tiene que ser cuando ella está despierta. Hay que decírselo>>

Entonces, ambos se estrecharon la mano e intentaron dormir.

Cuando la decoradora despertó ellos ya llevaban un rato en pie. Parecían raros, más de lo que el ascensor les había vuelto.

<<¿Están ustedes bien? ¿Qué sucede?>>

Se miraron y se lo dijeron, en concreto el oficinista con sus bruscas formas.

<<Vamos a comernos a tu hija>>

La joven abrió los ojos. Sabía que no era una broma.

<<Es lo mejor>> dijo el escritor <<Es la única que no sabe ni qué pasa, y la que peor lo está pasando>>

Abrazó a su pequeña, gritó, les insultó y les golpeó. Ellos al principio no reaccionaron, pensaron que era mejor dejarla sacarlo todo. Entonces, el oficinista la empujó hacia una de las paredes del ascensor y la sujetó con fuerza. El escritor le arrebató a la niña que lloraba, igual o más que la madre.

La cogió entre sus brazos, la miró con ternura y le dio un beso.

<<Ojalá sea cierto que nos reencarnamos. Te merecías algo más que esto>> dijo. Y con lágrimas en los ojos le partió el cuello. No dudó en hacerlo. Fue rápido.

Los gritos de la madre no cesaron. El cuerpo de la niña parecía un muñeco roto. La cogió, intento que despertara, lloró y finalmente puso sus manos en el cuello del anciano. Apretó y apretó. El oficinista solo miraba, no intervino en ningún momento. La situación le estaba superando por todas partes.

El escritor no se defendió en ningún momento. En su fuero interno lo consideró justo. Él había arrebatado una vida y la suya también debía extinguirse. Fue perdiendo el sentido mientras la decoradora le apretaba el cuello cada vez más fuerte, hasta que al final dejó de respirar.

Ella soltó de golpe el cuerpo ahora inerte del hombre y se giró con furia hacia su compañero. Este al instante le propinó un puñetazo en el rostro y otro en el estómago que le hicieron perder el sentido. Cayó al suelo, dejando al oficinista de pie mirando la suciedad, los restos de mierda y a lo que se habían convertido. En salvajes sin alma y sin moral.

Pero funcionó. Se comieron la carne del escritor y bebieron su sangre, su ropa sirvió para poder limpiarse algo y ocultar un poco el suelo lleno de orines y heces. La niña sufrió la misma suerte, aunque la decoradora no quiso comer nada de su hija y cuando el oficinista lo hizo, solo se quedó en un rincón, hecha una bola y llorando.

Lo sorprendente es que el propio oficinista se sentó a su lado pasado un rato, la abrazó y ella aceptó esa cálida muestra de humanidad. Esa noche se besaron e hicieron el amor. No sentían amor el uno por el otro, nunca habían hablado hasta esa noche, pero por ese instante (y quizá para siempre) eran las únicas personas de su universo.

<<¡¡¿¿Hola??!!>> una voz que venía de fuera <<¿Puede oírme?>>

La decoradora fue la primera en despertarse. Se quedó quieta un momento, pensó que lo había imaginado y al poco..

<<No se preocupen, en unos minutos les sacaremos de ahí>> dijo alguien desde fuera del ascensor.

Rápidamente despertó al oficinista y le dijo que alguien estaba intentando sacarles. Tras tanto tiempo, por fin volverían a ver la luz del sol. Al menos ellos dos.

<<¿Cómo explicaremos qué ha pasado?>> preguntó él.

<<No lo sé. Supongo que diciendo la verdad de forma directa>> respondió ella.

<<¿Qué habrá pasado en el mundo para que no hayan venido antes? Quizá ha habido una guerra>> dijo el oficinista.

<<¿Cuánto tiempo hemos estado encerrados? ¿Han sido meses?>> le preguntó ella.

<<No señora>> dijo la voz de fuera <<Ha sido apenas una hora>>. No dijo nada más.

El hombre tenía unos cincuenta años. Llevaba casi veinte trabajando en ascensores y había ido varias veces al edificio a lo largo del tiempo. Cuando abrió las puertas se quedó pálido de la impresión. Dentro había dos personas, un hombre y una mujer, a sus pies dos cuerpos inertes y…

<<Dios mío, ¿qué han hecho?>>

parcialmente comidos.

No había rastro de la mierda. No había orines, tampoco heces. Los dos supervivientes lucían exactamente igual que cuando habían entrado al ascensor hace cosa de una hora. Salvo por la sangre en sus ropas, en sus manos y en su rostro.

Intentaron explicar lo que había sucedido. Al técnico, a la policía, al juez y al médico. Nadie les creía, era una historia que nadie podía creer.

A fin de cuentas, solo habían pasado una hora dentro del ascensor.

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2 comentarios en «El ascensor»

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