Kirk y Spock de Star Trek
Siempre conectados, siempre pendientes... Que no te engañen, tienes derecho a desconectar.

Recuerdo una vez hace en que un conocido dejaba Barcelona y quedamos a tomar un café, él también era del campo de la comunicación y charlando sobre muchos temas le comenté que hacía tiempo que, en aras de la salud mental, había decidido quitar la aplicación de Twitter del móvil. Esto le sorprendió y dijo que él no podía hacerlo debido a varias causas, algo que en realidad tras proseguir nuestra conversación me (nos) quedó claro que era más una justificación propia que una realidad.

Actualmente sigo sin tener esa aplicación, tampoco la de Wallapop, en este teléfono nunca he sincronizado, ni mirado, el correo electrónico, y tan solo uso Instagram ya que no puede hacerse desde el ordenador. Sí, también hablo por WhatsApp con mis amigos, igual que cualquiera, pero en general a partir de cierta hora lo dejo en la habitación con el modo avión activado y me olvido de todo hasta el día siguiente.

Desconecto, tan fácil como eso. Veo alguna película en el proyector, me pongo a limpiar la casa, reviso alguno de mis maletines con figuras, leo algún libro pendiente o me sumerjo de nuevo en viejos cómics que hace tiempo que están esperando ser consumidos otra vez. Y aunque suena extraño decirlo, es que tengo el derecho a ello, todos lo tenemos.

Vivimos en un momento, ya alargado en el tiempo, en el que la inmediatez y el instante parecen marcarlo todo. Una época en la que si te vas de viaje debes subir fotos del mismo a las redes sociales, por supuesto estar pendiente a cualquier hora de qué está sucediendo y no digamos ya de aportar tu “perla de ingenio” al candente tema viral que morirá en menos de doce horas.

Todo ello con un gran desgaste mental, se sea consciente de ello o no. Es algo que muchos psicólogos y psiquiatras han comentando en numerosas ocasiones, pero que en realidad puede comprobarse fácilmente charlando con cualquier amigo de estos que todos tenemos que están casi de forma permanente pegados a la pantalla, emitiendo y recibiendo casi a cada momento, pero olvidando pasar tiempo consigo mismos.

En el muy recomendable libro El borracho moderno dan el consejo de emborracharse solo, al menos una vez en la vida. No hacerlo por pena o una situación complejo, nada de eso, hacerlo para compartir un momento especial, para brindar y celebrar la vida. El motivo es muy sencillo, descubrir una parte de nosotros mismos y saber cómo somos en esa circunstancia, ya que, a fin de cuentas, queramos o no somos la persona con la que vamos a pasar toda nuestra existencia. Es mejor saber qué hay y hacerse amigo de uno mismo, o cambiarlo todo para ser alguien nuevo si lo vemos necesario.

Me estoy desviando, vuelvo al tema, a la desconexión de redes sociales, de móviles y del mundo. En contra de lo que la presión social parece empeñada en decir, tenemos derecho a dejar de lado el estar permanentemente en comunicación (algo que debería ser una opción, y no una obligación). No tan solo como un hecho profesional, algo que se está empezando a regular por fin, dado que nadie debería tener que ocuparse de asuntos relacionados con su trabajo una vez su jornada ha llegado a su final.

También tenemos derecho a desconectar de todo, de lo que queramos, de una parte o de nada. Podemos irnos de viaje sin tocar el teléfono para nada más que una emergencia, o quizá buscar dónde está una tienda a la que queremos ir. Lo prometo, lo he hecho, lo hago siempre que estoy de vacaciones (o cuando me apetece) y es maravillosamente reconfortante, es necesario y una vez lo haces sueles volver a ello.

Hace un par de años estuve unos días en Bruselas, coincidiendo con mi cumpleaños, el móvil estuvo en modo avión todo el tiempo y me dediqué a pasear con mi pareja, disfrutar de esa maravillosa ciudad que tanto me gusta, visitar el Centre Belge de la Bande Dessinée, me compré muchos pitufos y devoré gofres salidos del Paraíso. En el aeropuerto de vuelta, mientras esperábamos el avión, encendí el aparato y entonces recibí varios mensajes que me habían mandado en ese tiempo y, aunque pueda sorprender a ciertos lectores, no sucedió nada. Respondí en ese momento y ya está. Sin dramas, sin presiones y sin agobios. ¿Y las redes sociales? Ahí estaban, seguían allí cuando entré en ellas.

Posiblemente alguno dirá “¿Y si hay una emergencia o un imprevisto?”, me temo que nadie puede saber cuándo surgirá tal emergencia o imprevisto, y personalmente no veo sentido a planificar mi vida alrededor de tal circunstancia. Prefiero hacerlo según mis necesidades. Al final es todo una cuestión de elección vital, de a qué queremos dedicar el tiempo y con quién queremos pasarlo.

También están los que tienen miedo a “perderse algo importante” y si bien esto depende totalmente de la escala de valores de cada uno, creo que puedo contar con los dedos de una mano las veces que algo de relevancia real me ha llegado a través de Twitter, Instagram u otras de las plataformas que he usado a lo largo de los años. Seamos sinceros, en general la mayoría de las ocasiones son solo una forma de pasar el rato, de no pensar (en ocasiones en exceso) y, esto hay que decirlo, de una cierta adicción de la que se habla demasiado poco.

Tenemos, tengo, tienes, tenéis, derecho a la desconexión. No lo dudéis. Y dicho esto, es precisamente lo que voy a hacer, nos vemos al final del verano. Disfrutad de estas semanas, leed mucho, jugad con vuestros peludos y sentaos bajo un árbol para ver cómo las hojas son mecidas por el viento.

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