Esta foto la hice hará unos tres lustros pero creo que es perfecta para estas líneas.

En la época de la información, estamos más desinformados que nunca.

Hace muchos años, cuando era pequeño y todavía asistía a la escuela tenía la costumbre por las tardes de leer el periódico. Algo que no parecía muy habitual entre el resto de mis compañeros, pero que sí hacía mi padre y a mí me parecía de lo más normal. Casi siempre era El Norte de Castilla, pero en otras ocasiones cambiaba y al final cada semana entraba algún otro en casa, algo muy ecléctico que solo alimentaba la diversidad de fuentes (algo muy diferente a la era de la desinformación en que estamos inmersos).

Si bien en su momento no me daba cuenta de la importancia, y beneficios de esto, seguí así durante años, leyendo informaciones, entrevistas, consultando titulares y artículos, con los años, al crecer, interesándome por las revistas e incluso fundando una de corte digital, un mundo en el que llevo muchos años escribiendo y, al igual que otros muchos, informándome del día a día.

El problema, más acuciado en los últimos años, es que en contra de lo que parecería lógico en este momento, en esta sociedad conectada en la que puedo comprar sin problema la última figura que me quedaba por conseguir de Secret Wars en una tienda en Francia o charlar con la guionista Devin Grayson sobre nuestros perros, estando ella en Norteamérica y yo en España, es ahora cuando resulta más complejo que nunca lograr evitar las desinformaciones.

Se pueden llamar Fake News, término que podría traducirse muy sencillamente por noticias falsas o mentiras flagrantes, que suena mejor, pero, al final, todo se reduce a que el objetivo es el contrario al que deberían tener las noticias: proporcionar una información fiable a los lectores y a la población.

Algunos, muchos por desgracia, culpan siempre a ese ente etéreo e inconcreto denominado “los medios”, que, en realidad, por su falta de concreción no quiere decir absolutamente nada. Por otro lado, hay otros tantos que siempre usan el término “la gente” para referirse a lo que unos pocos individuos hacen, cayendo en la misma errónea generalización.

Sea de la forma que sea, lo que es cierto es que estamos inmersos en un mar de noticias que han sido falseadas; otras, que aunque no lo sean, no son entendidas debido a la costumbre de muchas personas de informarse solo a través de titulares (siempre, pero siempre, hay que leer el artículo); no digamos ya de aquellos que prefieren estar al día a través de lo que pueden leer en redes sociales o les llega a su WhatsApp a saber desde dónde.

Con todo esto, poder estar bien informado no resulta en realidad tan complejo, solo requiere saber leer entre líneas en ocasiones, consultar diferentes medios vayan estos o no de acuerdo a nuestra ideología y desconfiar de los que solo parezcan decir aquello que queremos oír. Citando la escena entre Cervantes y Lope en El ministerio del tiempo, el primero acusa al segundo de “escribir lo que la gente quiere oír, no lo que deben saber”, una sentencia bien sencilla de decir y de entender que es una verdad fuerte como el puño de una boxeadora.

Solo que el mar de las mentiras, de los intereses, de las desinformaciones… es enorme. Rodea a cualquier usuario que entre en redes sociales a leer, y muy seguramente a dar su opinión haciendo que ese océano sea todavía más turbulento, un lugar lleno de torbellinos y peligros en el que cualquiera puede naufragar.

Quizá, solo quizá, eso puede ser lo mejor que suceda. Caerse del barco y llegar hasta una isla desierta en la que nadie grita, en la que no hay mentiras campando a sus anchas y en la que las preocupaciones reales se anteponen a las ficticias que tantas veces nos creamos.

Añoro, mucho, esa época en la que por las tardes cuando mi padre había terminado de leer el periódico, llegaba a mis manos y repasaba qué había sucedido en el mundo en la confortable tranquilidad de mi casa. Sin ruido de fondo, sin megáfonos y sin malas intenciones.

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