En 1820 se publicó la novela Melmoth el errabundo de Charles Maturin, en la que el protagonista está cansado de su larga vida la cual ya dura dos siglos; todo ello es producto de un pacto con las fuerzas demoníacas y hace que, por esto mismo, fuera el muy adecuado seudónimo que usó Oscar Wilde en sus últimos años de vida en París.
Así murió el artista y solo quedó el desarraigado, el hombre que lo había tenido todo y que lo había perdido todo, como bien refleja una de las mejores escenas de La importancia de llamarse Oscar Wilde, o The Happy Prince en su país de origen en referencia al cuento El príncipe feliz que el dramaturgo publicó en 1888 y que sirve de narración de fondo para el filme que protagoniza Rupert Everett.
Este actor alcanzó una notoria fama gracias a sus papeles en La boda de mi mejor amigo, Algo casi perfecto o El sueño de una noche de verano, entre otros títulos como La importancia de llamarse Ernesto que precisamente adaptaba la conocida obra de Oscar Wilde. Ahora se coloca además detrás de la cámara y el guion para adentrarse de una forma cercana, en ocasiones sórdida (la vida lo es), a la figura del escritor pero dejando de lado al icono que fue para centrarse en los peores años de su existencia.
Y lo hace con una actuación brillante, una de las mejores de su carrera. Oculto tras un maquillaje que lo ha envejecido y engordado, logra dar vida a un creador que si bien está en sus horas bajas también conserva esa chispa que hizo de él un inmortal al que no parece afectar lo desdichado de su destino, o que más bien logra ocultarlo tras una máscara que esconde ira y lágrimas.
Si bien debe decirse que también en ocasiones peca de excesivo al mostrar la sordidez y el dolor de un Oscar Wilde a las puertas de la muerte, llegando a resultar en ciertos momentos algo exagerado. Puede que el motivo no sea otro que el aplauso y la codiciada estatuilla de oro, un error en el que no sería el primero en caer, o quizá en realidad no sea más que el simple error de un realizador neófito.
O puede que sea el intento de un actor por demostrar su valía, por luchar para volver a ocupar un lugar en la gran pantalla. Es imposible no ver cierto paralelismo en la vida de ambos artistas, y también en su caída. Oscar Wilde llegó a lo más alto y fue repudiado por su condición de homosexual, cayendo así en el ostracismo y el insulto quedando relegado al olvido para muchos; de igual forma Rupert Everett tocó un podio de oro, pero después se precipitó al abismo y lo que fue una prometedora carrera fue desapareciendo de la vista de muchos.
Él es la estrella absoluta de La importancia de llamarse Oscar Wilde, está fuera de duda, pero como ya lo dijo Joe Cocker, con una ayudita de mis amigos. Precisamente estos, al menos dos, estarán siempre al lado del dramaturgo, sus inseparables Robbie Ross y Reggie a los que dan vida Edwin Thomas y Colin Firth, este último con su habitual genialidad llega a convertir las escenas que comparte con Everett en un auténtico y estupendo duelo interpretativo.
De fondo estará también la presencia de sus dos amores vitales, por un lado su esposa Constance a la que interpreta la reconocida Emily Watson y al otro Alfred Douglas, con el rostro de Colin Morgan, dos partes de su ser que como otras muchas eran irreconciliables entre ellas.
Todo ello envuelto en un buen traje fotográfico obra de John Conroy, nombre muy adecuado al que se pudo ver en la también victoriana Penny Dreadful, que se encarga de dotar a cada momento temporal de su propia personalidad, además del acertado diseño de producción de Brian Morris, con títulos en su haber como Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra o Sabrina (y sus amores), y la música de Gabriel Yared que resulta en ocasiones evocadores y en otras directamente triste, con su talento demostrado gracias a trabajos como El paciente inglés o City of Angels (os recomiendo ver la versión original, El cielo sobre Berlín).
La importancia de llamarse Oscar Wilde es el primer trabajo de Rupert Everett como director, que si bien tiene sus flaquezas, demuestra también un buen saber hacer que es de esperar, y desear, que se repita en el futuro.
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