Un retrato sin piedad de un gran poeta en su peor momento.

Las últimas palabras del poeta Dylan Thomas fueron “I’ve just had 18 straight whiskies, I think that’s the record”. Sean verdaderas o tan solo una leyenda, lo que sí es cierto es que ayudan a entender su atormentada alma, su figura doliente y sin duda alguna la película Last Call de Steven Bernstein.

El realizador se lanza por segunda vez (tercera si contamos un cortometraje) a la dirección y al guion, y lo hace para dar voz y nueva vida al dramaturgo en una propuesta interesante a la par que sórdida, en ocasiones luminosa y en general bastante oscura. No pretende ocultar al espectador la realidad del escritor, tampoco de su veleidoso carácter, sus problemas con el alcohol o la admiración que despertaba allá donde fuere.

Para lograr traer de entre los muertos al fallecido se sirve del talento de Rhys Ifans, actor que obligatoriamente hay que ver en Radio encubierta, y que logra mimetizarse por completo con su papel sin que sea posible distinguir al uno del otro. Su interpretación es sincera y potente, logra despertar en el espectador sentimientos muy encontrados, pasando rápidamente de ser un genio a un auténtico gilipollas. Es decir, deja de ser un personaje para ser una persona.

Hay que reconocer que el iniciático director (aunque con larga carrera en otros departamentos del mundo del cine) ha sabido rodearse de un buen plantel actoral, lo que siempre es de agradecer. Entre los talentos más destacados están los nombres de Rodrigo Santoro (Karl, el enigmático primer diseñador de Love Actually), Tony Hale (al que descubrí, por suerte, en Happythankyoumoreplease), Romola Garai (a la que más de uno recordará por Dirty Dancing 2) o el enorme John Malkovich que no precisa de ningún tipo de presentación. Un reparto equilibrado y pensado al milímetro, en el que ninguno está por encima de los demás teniendo cada uno de ellos su espacio y su momento de gloria.

Por supuesto, todos ellos giran siempre, claro está, alrededor del desdichado Dylan Thomas en sus horas más bajas y oscuras. Esto mismo es lo que hace que el blanco y negro, que ocupa gran parte del metraje, sea una acertada elección. Lleva al público a un mundo sin grises, un lugar en el que el color y la alegría de la vida son cosas del pasado o suceden a otras personas, todo ello cuidado con una fotografía digna de aplauso que firma Antal Steinbach.

Last Call es una película densa y terrible, un retrato sin piedad de un gran poeta en su peor momento. Gustará o no, pero no dejará indiferente.

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