No he podido evitar caer en la tentación de rendir homenaje con el título de este artículo a La importancia de llamarse Ernesto y es que un nombre es algo muy importante, más de lo que solemos pensar. Dale una vuelta por un segundo; tu nombre es lo que sirve para identificarte en todas partes y en todo lugar. ¿No te parece algo relevante? Es la forma en que se dirigen a ti en una clase, es imprescindible para cualquier papel oficial que debas rellenar, para hacer el más sencillo de los trámites, para…
Ahora imagina esta situación: ese nombre no es el tuyo. No para ti. Sí, lo usas, dado que es el único que tienes, pero no te identificas con él, no ves que se vincule contigo… pero es el que está en tu DNI. Es el que usan los profesores, tus padres, es el que está ahí. Día tras día, año tras año, cada vez que quieres hacer algo oficial o legal te ves obligado a escribirlo, a usarlo aunque para ti ese no seas tú. Ese nombre no te representa en absoluto. Es una cadena que cada día pesa más y más y más. Así estuve durante gran parte de mi vida, desde los doce años y hasta los treinta. Es decir, prácticamente toda una vida.
Un poco de cronología
Si nos atenemos puramente a la cronología sería más o menos la siguiente. Cuando nací me bautizaron con dos nombres, uno que se usaba y otro que no, así que a todo lo mentado antes sumad que en vez de uno eran dos. Curiosamente uno de ellos siempre se me indicó que no tenía importancia o relevancia, que había sido un capricho de mi hermana. ¿Pero no son todos los nombres caprichos de alguien? ¿De un padre? ¿De una abuela? Lo que es seguro es que en el momento del nacimiento la persona a la que se le impone un nombre no puede opinar al respecto, y supongo que ese es uno de los motivos por el que el cambio de nombre es legalmente tan sencillo, rápido y fácil.
Con tan solo doce años el otro nombre, el deadname , dejó de ser el mío. No sé explicarlo bien pero sencillamente me desconecté de él, total y absolutamente. Empecé a usar siempre el apellido, «Pastor», y a día de hoy cuando me presento en persona es lo que sigo usando, «Hola, buenas tardes, soy Pastor». Así que a partir de esa edad «Pastor» se convirtió en el nombre que me identificaba, el que usaba siempre, por el que me llamaban mis amigos, el que usaba en foros, por el que me llamaban mis colegas… Era mi nombre, o al menos hacía las veces del mismo.
Una promesa a cumplir
Saltamos en el tiempo. Cumplo la mayoría de edad y me hago una promesa: como tarde me cambiaré el nombre cuando fallezcan mis padres o cuando vaya a hacer treinta años. Mi padre se suicidó cuando yo tenía veinte años, a día de hoy mi madre sigue con vida. En ese momento pensaba que quizá me lo cambiaría por «Pastor Pastor», dos veces el apellido. Pero es que claro, en ese momento no tenía otra idea en mente. No había más que mi apellido que usaba como nombre, así que daba por hecho que sería así. Aunque no terminaba de convencerme. Supongo que por ese motivo esperé y esperé.
Otro pequeño viaje en el tiempo hasta los veinticuatro. En ese momento vivía en Madrid, tras haber pasado un tiempo en Valencia, y era bastante habitual que escribiera artículos. Además, sabía que antes o después querría lanzarme a los libros y necesitaba un nombre completo. Una tarde hablé de ello con un buen amigo, charlamos al respecto y entre ideas, risas y cariño surgió «Doc», o más bien «Doc Pastor» y en ese momento me sentí completo. Sí, ese era yo. «Doc Pastor». Sin duda. Ese nombre sí era mío, sí lo había elegido yo, no era el capricho de otra persona, sí me identificaba con él. Lo empecé a usar en artículos, en mis mails, en las redes sociales y en todas partes. ¿O acaso no usa cualquier persona su nombre? Tenía derecho a hacerlo y era maravilloso.
Llega el cambio legal
Pero había un problema que tardó todavía años en solucionarse; legalmente, ese nombre que para mí era mi nombre real no tenía ninguna validez. ¿Y qué hizo que esperase a cambiarlo? No sé, por un lado la idea de esperar a los treinta, por el otro las muchas dudas sobre si mi madre y mi familia lo aceptarían y, mientras tanto, seguía atrapado por un nombre que no era el mío (por dos, recordemos que eran dos de nacimiento) pero que debía usar en los exámenes de la universidad, en el DNI, al hacer un pago… La cadena era cada vez más y más pesada y cada vez tenía menos y menos sentido. Era algo que debía terminar. Todos merecemos estar bien con nosotros mismos y todos merecemos tener un nombre que sea nuestro. Y llegó el momento: no había marcha atrás. Llevaba toda la vida con dos nombres que no eran míos; desde los doce hasta los treinta. Llevaba más tiempo sin usarlos que usándolos; no tenía ningún sentido, ni el más mínimo. No quería que me enterraran y en la lápida se inscribieran dos nombres que no eran míos. No los quería para nada.
Casi tenía treinta años, era el momento. No quería llegar a los treinta con esa carga que llevaba años siendo una pesada losa. Me decidí, pregunté en el Registro Civil cómo hacerlo y era muy sencillo. De forma básica solo debía pedir cita, ir con dos testigos que atestiguaran que usaba ese nombre y tener demostración documental. Dos amigos acudieron encantados, de hecho, ellos solo me habían conocido por mi nombre real, es decir «Doc Pastor», y documentos tenía de todo tipo: artículos, mails, publicaciones en redes e incluso en aquel momento la portada de mi primer libro. Y se hizo, justo hoy hace una década. Volviendo la vista atrás, ojalá lo hubiera hecho antes.
Mi nombre es el mío
Mi nombre pasó a ser el mío, el de verdad, el real, los dos de nacimiento (el que era un capricho y el que por lo visto sí valía) desaparecieron y si bien algunos miembros de mi familia siguen usando el deadname (el que en teoría sí contaba), a pesar de saber que para mí es algo sin sentido y sin significado, lo entiendo como una especie de mote molesto que está ahí y que nadie más usa. Mis amigos, mi pareja, la mayoría de mi familia, todos mis lectores y colegas profesionales, todos me llaman por mi nombre, «Doc Pastor». Llevo una década pudiendo firmar con él, entrar a eventos con él, pedir billetes de tren con él, enviar y recibir paquetes… Es decir, puedo usar mi nombre igual que todos los demás, igual que tú el tuyo, y es algo maravilloso.
Hoy es un día de celebración, de alegría, de compartir esto y estar felices por ello. El camino fue largo, mucho, de años, de dudas, de miedos y de, digamos esto según es, de muchas ideas y prejuicios metidos en la cabeza desde pequeño que, en realidad, nada tenían que ver conmigo, mis deseos y necesidades. Ahora y desde hace una década soy Doc Pastor (y aquí ya no hacen falta las comillas). No es un pseudónimo, no es un mote, no es un alias, nada de eso; es mi nombre, soy yo y hace diez años que por fin es así. Imagina la sonrisa más enorme que puedas poner, multiplícala por veinte y quizá empieces a ver la que llena mi rostro.
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Lamento mucho el suicidio de su padre, nadie debería pasar por eso.
En cambio me alegro de que usted se encuentre motivado y feliz hoy día, como dice al final del artículo.
Un cordial saludo y mucha suerte.
He tenido una vida compleja y en varios aspectos difíciles, desde criarme en un ambiente en que los gritos eran habituales y otros hechos como este que comentas. Pero, al menos a mí, todo lo malo que he vivido (y vivo) solo me hace valorar más lo bueno, lo genial de la vida y lo estupendo de la gente que te quiere según eres. Por si quieres informarte más sobre el tema de suicidio, o la superación del mismo, te dejo este enlace https://docpastor.com/sobre-el-suicidio/