Quizá esto os resulte familiar, una escena de vuestro pasado que en ocasiones vuelve a la mente como la pegadiza cancioncilla de Inside Out: padres, y su generación, diciendo e insistiendo en lo vital que era tener una carrera, mucha formación, y prácticamente abandonar cualquier sueño que no consistiera en estar encerrado en una oficina durante ocho horas (eso de «el plan A y el plan B»)…
Unas ideas, frases y comentarios que, ellos asumían, eran por nuestro bien, y ciertamente así era pero había un gran fallo. ¿Qué fallo? Uno muy sencillo: que lo hacían siempre sustentados por su propio mundo, su época y sus circunstancias, unas de las que ellos disfrutaban (y disfrutan) y por desgracia nosotros no.
Se dice, y se nos hizo creer, no sé si será cierto y tampoco me corresponde a mí decidirlo, que somos la generación más preparada de la historia de este país. Puede ser. Lo que sin duda es es que somos la que por primera vez (en mucho tiempo) vive y vivirá peor que la precedente. Y en un gran número de ocasiones sin lograr el entendimiento de aquellos que nos criaron y educaron.
Es lógico, claro, ¿cómo vas a poder explicar que, en realidad, a pesar de todo lo que has cursado y aprendido no logras un trabajo fijo? O lo consigues, pero este tiene un sueldo miserable que no te permite irte de casa hasta casi con treinta años, o más allá. ¿Y cómo van a entenderlo ellos? Es complicado, y en muchas ocasiones podríamos decir que directamente imposible; su vida y su experiencia les ha mostrado algo muy diferente.
«¿Cuándo sentarás cabeza?», siempre entendido por el comprarte un piso («alquilar es tirar el dinero»), quizá tener un par de hijos («que ya va tocando»), estar en una oficina odiando lo que haces pero, a cambio, con la seguridad de que no serás despedido, que podrás irte en verano de vacaciones, puede que a tu segunda residencia, y, por supuesto, el poder salir a cenar cada fin de semana siempre que te apetezca.
Pero no, esto no es así.
No ha sido así.
Y, sinceramente, dudo que llegue a serlo.
Cuando tuvimos nuestra primera oportunidad real, llegó la terrible crisis del 2008, que se llevó por delante trabajos, sueños, vidas y esperanzas. Una situación que se prolongó durante un largo tiempo y cuyas consecuencias no se han marchado; el panorama que existía cambió para siempre e hizo que las condiciones precarias, en lo que se refiere al mundo profesional y de la vivienda, pasaran a ser lo cotidiano y habitual. Algo con lo que, por desgracia, toca vivir.
Ahora, cuando todo esto parecía casi superado (que no cerrado, ya que esa herida todavía está sangrando), llega una pandemia que trastoca todo y otra vez el círculo comienza. Hay diferencias, claro está. La primera es que, si bien anteriormente existieron opciones de evitar todo lo sucedido, si desde los gobiernos hubo interés real en ello ya es otro cantar, en la que vivimos actualmente todo ha sidobastante inesperado y se capea el temporal lo mejor que se puede según todo avanza en un sentido o en otro.
Y, una vez más, los golpeados de forma directa y terrible es el mismo grupo que entonces, solo que con más años, pero en muchas ocasiones no en una situación mejor. En algunas es incluso peor desde varios puntos de vista. Empresas que hacen ERTES (¿recordáis esa época en que no sabíamos qué significaba?), otras que despidieron de forma preventiva ante lo que intuían que podía suceder, también están las que dan vacaciones obligadas y una larga lista de situaciones problemáticas que queda por ver cómo se solucionarán a medio y largo plazo (si es que llega a hacerse).
El mejor ejemplo gráfico que se me ocurre de todo esto es un barco, quizá un yate, que cada uno elija el que prefiera y le sea más adecuado. Nuestros padres viajan en esta embarcación, conseguida con sudor y esfuerzo, y sin previo aviso una gran ola ha surgido de la nada y ha hecho que caigamos a la oscuridad del frío mar. Desde arriba, con preocupación, ellos nos dan consejos para subir de nuevo y así salvarnos, pero estos solo funcionan desde la cubierta. No podemos llegar hasta la nave, así que nos quedamos flotando en el mar, sin dejar de nadar en ningún momento en pos de un nuevo destino, de un lugar en el que podamos tener opciones de seguir adelante.
Somos náufragos en toda regla, no hay otra forma mejor para definirlo. Viajamos sin un rumbo fijo, sin posibilidad de planear nada ante las constantes rupturas de los porvenires. ¿Cómo se prepara un futuro si el presente se quiebra? ¿Cómo pensar en la vejez, en lo que vendrá, si en el ahora hay que luchar para seguir teniendo un piso en el que vivir de alquiler con el miedo de que te suban el montante sin previo aviso? ¿Para qué preocuparse de intentar ahorrar para lo que depara el mañana, si con lo que se cobra apenas da para sostenerse hasta que termine el mes?
Por otro lado, toda esta situación también ha supuesto otro hecho y en este caso es positivo. Al caernos de ese barco en el que estábamos también nos hemos liberado de sus cadenas, y eran muchas, más de las que solemos pensar. Forjas de hierro conformadas por esas casas cuyo interior era totalmente intercambiable y sin personalidad real, ese vivir de cara a la galería en el que todo se quedaba en casa, decenas de aficiones perdidas por una equivocada visión de ser adulto en la que todo lo que disfrutabas en la infancia debía desaparecer sin volver la vista jamás, también relaciones tóxicas de familiares o conocidos que solo hacían daño y que, por suerte, podemos dejar atrás si así queremos, y más, muchos más eslabones que llegaban a competir con los del fantasma de Marley en Cuento de Navidad.
Somos náufragos, eso es lo que somos. Estamos perdidos en un océano que ruge furioso mientras sus olas hacen que la tabla de nuestra salvación peligre, pero si somos náufragos quiere decir que no nos hemos ahogado. Y mientras podamos nadar, a favor y en contra de la corriente, llegaremos hasta otra isla en la que recalar.
No desfallezcáis, nunca lo hagáis. Hay esperanza.