Un fábula infantil que viaja por el tiempo, firmada por Todd Haynes.

En 2011 Brian Selznick unió sus fuerzas con Martin Scorsese para rodar La invención de Hugo, que se basaba en su libro La invención de Hugo Cabret, contando con John Logan (El aviador, Skyfall) para firmar el guión. Esta película fue muy aplaudida por la crítica y el público, una fábula tierna y muy bien contada que logró hacerse un hueco en el corazón de muchos. Ahora el escritor se junta con el director Todd Haynes, profesional conocido por Carol I´m Not There y Lejos del cielo, para adaptar su propio libro en el filme El museo de las maravillas. Aquí el creador da un salto al lanzarse también a firmar el guión del título, siguiendo así el camino de otros escritores como Roal Dhal en Un mundo de fantasía.

Debe reconocerse que Todd Haynes ha sabido dar un retrato de Nueva York muy claro y diferenciado, dejando en evidencia las bondades y defectos de cada momento temporal, usando los tópicos a su favor para dar al espectador una sensación constante de compañerismo entre los niños protagonistas, a pesar de hacer medio siglo de diferencia entre cada uno. De esta forma el público podrá ver de primera mano cómo era el Nueva York de principios del siglo XX, con sus limitaciones, luces y sombras que son más pronunciadas al ser llevada la historia por una jovencita incapaz de oír al mundo que le rodea y en ocasiones ni siquiera lo entienda (y tampoco el espectador al verlo todo a través de sus ojos). Lo mismo se hace con la ciudad medio siglo más tarde, un momento en el que toda una generación buscaba su propia forma de entender el mundo y en el que parece que no hay lugar para un niño que intenta encontrar su lugar.

Este niño es Ben, al que da vida Oakes Fegley al que quizá recordéis por Peter y el dragón (remake en acción real de Pedro y el dragón Elliot), vive en 1977 y viaja hasta Nueva York para encontrar a su padre tras haber perdido de forma trágica a su madre. Atrás en el tiempo está Rose, interpretada por Millicent Simmonds, una niña sorda que nos mostrará el mundo de 1927 y su propio periplo hacia la misma ciudad por motivos que parecen ser muy distintos a los del otro protagonista. Dos historias totalmente entrelazadas pero que a pesar de ello no llegan a cruzarse, sucediendo la vida de cada uno de los dos niños sin ser ellos conscientes del otro a pesar de los muchos puntos en común que se muestran al espectador.

Con la sencilla premisa de este viaje, con todo lo que ello conlleva, y teniendo en cuenta que la obra original está destinada a un público juvenil, el director intenta jugar con el formato y la narrativa para lograr encontrarse con el espectador adulto. Así apuesta por rodar la trama que transcurre en 1977 sin grandes artificios, siendo totalmente camuflable en cualquier producción contemporánea lo que es un acierto ya que en realidad (a efectos del filme) es la que transcurre en su presente, pero componiendo como si de cine mudo se tratara a la que se remonta a la década de los veinte del pasado siglo; usando el blanco y negro en todo momento, sin un solo diálogo sonoro, jugando en cierta manera al metalenguaje y dejando que la preciosa banda sonora que firma Carter Burwell haga las veces de maestro de ceremonias.

Este juego de formatos llega a su máxima expresión en una de las escenas finales, de la que no se desvelará aquí nada argumental, en la que toda la historia contada se hace a través de maquetas que representan momentos que no se han visto en la película pero que serán relevantes para entender la misma. Quizá sea un homenaje del director a sí mismo, ya que que en el cortometraje Superstar: The Karen Carpenter Story usó a Barbie, varios modelos de la conocida muñeca de Mattel, para crear su trabajo. Sea de la forma que fuera es una de las escenas mejor llevadas de todo el filme, intentando coger el tono empalagoso e innecesariamente dramático de la historia para culminarla de una forma mucho más sutil y elegante.

Quizá el problema de base radica en una historia demasiado dulce, hasta el punto de resultar complicada de tragar logrando en ciertos momentos ser excesivamente tierna. Bien llevada y narrada como Todd Haynes sabe, pero dejándose llevar por un producto que peca demasiado de comercial cuando intenta camuflarse como otra cosa y sin conseguir enganchar realmente al espectador con una fábula que a pesar de bella no aporta nada que no sea ya bien conocido.

El Museo de las maravillas tiene aciertos que hacen que su proyección sea atractiva, al menos en lo visual y en sus formas; por contra el teórico drama que nos presenta no lo es tanto por lo forzado del mismo, al punto de verse las costuras entre una escena y otra lo que resta credibilidad al producto final. Hay que elogiar, eso sí, la actuación de Julianne Moore, que ya estuvo a las órdenes del director en Lejos del cielo, que en El museo de las maravillas interpreta un doble papel que le permite lucir las capacidades interpretativas que todos sabemos que tiene y a la niña Millicent Simmonds en su primer papel en el mundo del cine, pero que logra dejar con ganas de que se vaya convirtiendo en un rostro habitual del mismo.

[sgmb id=”1″]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *