Tierna y dulce historia que no es más que un cuento cotidiano.

Vivimos en un momento en el que es cada vez más común confundir una película buena con una que te ha gustado y es algo que todavía más allá cuando uno escucha que el cine es para ver películas buenas refiriéndose a espectaculares. Por desgracia uno no puedo arrancarse las orejas que luego no vuelven a crecer.

Entre esta locura de superhéroes, sagas galácticas y monos que conquistan el mundo a veces logran colarse historias más sencillas y humildes. Casi podríamos decir que en realidad estamos frente a cuentos más que a otra cosa, es lo que son; relatos sencillos y cercanos, protagonizados por gente común con preocupaciones sencillas.

Un buen ejemplo sería Una pastelería en Tokio.

Una película sin pretensiones, no más allá de contar la relación de amistad que surge entre el gerente de una pequeña pastelería y la anciana que trabajará para él. Esta relación cambiará a ambos, dando un dulce sabor a los días de ella y haciendo que la mente de su jefe deba abrirse para poder luchar contra un mundo que en ocasiones se muestra lleno de prejuicios e incomprensión.

A lo largo de los minutos la trama se va abriendo como una rosa ante el sol, mostrando poco a poco sus pétalos e inundando el visionado de un fragancia que perdurará mucho más allá del término de la misma. Comienza despacio, con calma, preparando la receta y tomándose el tiempo para que los ingredientes se conozcan unos a otros; después empezará a cocinar con ellos para finalmente dar al público un plato que le encantará pero que le dejará con ganas de más.

No podrá ser, claro. Una historia cotidiana dura un suspiro, igual que las nuestras, y cuando llega a su final lo único que podemos hacer es seguir caminando hasta la siguiente.

Una pastelería en Tokio quizá no sorprenda, tampoco lo busca, pero es un producto que hay que degustar y saborear. Y al igual que pasa con los buenos platos, requiere su tiempo de reposo para que realmente podamos hacerle justa valoración.

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