Era por la mañana, hacía frío. Estaba sentado en mi estudio trabajando, escuchando música y dejando que las letras fluyeran de mis manos a la hoja en blanco. Paré a tomar aire y ver qué había sucedido en el mundo. Ahí estaba la noticia. No me la podía creer, pero era cierta. David Bowie había muerto.
Intenté seguir, quise avanzar más en el libro que estaba escribiendo. Eso pretendía, pero no pude. Tuve que parar en seco, mis manos no querían escribir, mi mente se cerraba y solo puede hacer una cosa, la misma que otros muchos. Me metí en la cama y me puse a llorar.
Estaba tapado de pies a cabeza, hecho una bola, dejando que las lágrimas asomaran. Sintiendo una profunda tristeza hacia alguien al que jamás conocí, una persona con la que nunca hablé, un artista con el que ya solo podría soñar.
Hoy se cumplen ya dos años de su fallecimiento, un par de días después del que sería su aniversario. Hoy muchos periódicos y medios hablarán de él, de qué fue para el mundo de la música, de sus películas y de todo lo que en su vida marcó un antes y un después.
La pérdida no desaparecerá, pero tampoco el legado de David Bowie. Sus canciones siguen sonando, los admiradores siguen creciendo y quizá por un día tengamos el derecho a soñar con un hombre que vino de las estrellas.
Ya no hacen falta estrellas: quitadlas todas,
guardad la luna y desmontad el sol,
tirad el mar por el desagüe y podad los bosques,
porque ahora ya nada puede tener utilidad.
—-W.H. Auden —
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