Tengo una gran debilidad por las películas biográficas, ese género llamado Biopic, y quizá sea por ser este una manera de acercarme a personas que de otra forma me sería imposible. Claro, no hay que olvidar que son siempre una ficción que se inspira en la realidad, y por eso mismo están llenas de diferencias y licencias, pero a fin de cuentas el teatro es así y se debe aceptar (y sí, he dicho teatro, aunque “Renoir” sea cine).
Hace tiempo tuve la suerte de hacer un reportaje sobre una exposición en la que había cuadros de Pierre-Auguste Renoir. Sus trazos estaban a poca distancia de mí, su magia inundaba toda la sala y era totalmente imposible no quedarse parado delante. No sabría describir la sensación, pero era pura pasión, llegaba a lo más dentro y parecía imposible que un simple hombre fuera capaz de crear tal belleza. Gilles Bourdos tiene esto claro y hace todo lo que está en su mano para lograr transmitirlo en la gran pantalla, un gran juego de luces y unos colores cuidados al milímetro hacen una composición preciosista, que convierte la experiencia del público en todo un manjar sensorial.
Desde que comienza la proyección ya vemos una constante tonal en la línea de las pinturas del genio, algo que estará presente en todo momento y que además está hecho con una gran habilidad. No es algo que resulte artificial, cae con total naturalidad y aceptamos que en ese paraje de ensueño en el que transcurre la acción, su hogar en Cagnes, la vida puede ser un poco más hermosa.
Al igual que en su obra en la ficción que crea el director se hace patente esa alegría por la vida, esos paisajes que van más allá de la pura plasmación y esas ansias por disfrutar de las bondades que nos depara el mundo. Todo un acierto por parte del realizador, que apuesta además por ritmo pausado para que el espectador pueda disfrutar de cada detalle, tanto de las interpretaciones de los actores como del árbol que se convierte en el marco de un cuadro.
Pero realmente el mayor acierto de todos es no hacer una biografía sobre Renoir, o al menos no sobre el hombre en el que todos estamos pensando. Sí, el pintor en sus últimos años es un pilar de esta cinta y eso es innegable, pero la historia entronca con su hijo, Jean, y la modelo Andrée Heuschling (o sencillamente Dédée) quienes posteriormente contraerán matrimonio y se lanzarán al mundo del cine, en el que triunfará este último como director y pasará a la posteridad.
No sería correcto decir que estamos ante un triángulo amoroso, al menos no al uso, ya que sería hacer de menos a un trama más compleja en la que los personajes tienen diferentes niveles y no son solo un retrato tópico de carácter básico para un consumo rápido. Aquí cada uno tiene sus motivos, sus matices, nadie es bueno ni malo y todos tienen un motivo para ser quiénes son. En esencia, son reales y por eso mismo creíbles.
Podría seguir, estar varias páginas hablando de las bondades que tiene este trabajo que firma Gilles Bourdos, de cómo te adentras en un mundo impresionista del que no querrás salir. O puedo terminar y decir sencillamente esto: me ha gustado, y mucho.
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