No hablamos de una obra maestra del cine, sino de un blockbuster de mucha acción

¿Qué pasaría si en lugar de fabricar chocolate, Willy Wonka hubiera sido el creador de World of Warcraft? Pues que tendríamos Ready Player One. Una película que podríamos considerar la adaptación milennial de Charlie y la Fábrica de Chocolate. Pero de la buena, no de la de Tim Burton –a este respecto, sólo cabe decir que Simon Pegg interpreta a un Willy Wonka infinitamente mejor que el de Johnny Depp-.

No entraré en temas de adaptación del libro, pero en términos de guión es una simple saga adolescente más, del estilo de Los Juegos del Hambre, el Corredor del Laberinto y toda esta hornada que en la presente década nos ha sobresaturado de chicos y chicas valientes que luchan contra regímenes opresores sin más arma que su bravura juvenil y el excesivo cariño que les tienen los guionistas. No destacará por su guión original y profundo. ¿Por qué destaca, entonces? Porque está pensada principalmente para enamorar a los frikis en general y a los amantes de los videojuegos en particular.

Lo más importante que debéis tener en cuenta es no dejaros engañar por la desafortunada campaña publicitaria alrededor de la película. En esta época en que lo que más vende es el revival de los 80, nos la han querido vender como un refrito de referencias ochenteras a tutiplén, con un “si te gusta Stranger Things te gustará esta película”, metiendo en el tráiler numerosas referencias a Regreso al Futuro o Pesadilla en Elm Street. Y, si dejamos de lado una pequeña parte de la banda sonora –con Van Halen, Joan Jett o Tears for Fears-, nada más lejos de la realidad.

La película está a petar de referencias frikis, sí –que no significa que sean su única base, cuidado-. Pero si hubiera que cuantificarlas, diría que aproximadamente un 70% son referencias a videojuegos, un 10% a clásicos del cine y la televisión de los años 50 y 60, un 10% a la auto-felación habitual del propio Spielberg –llevada en este caso al extremo– y el 10% restante se divide entre cine y series de los 80, 90 y 2000.

Sí, no cabe duda de que Steven Spielberg se gusta a sí mismo. Se gusta mucho. No para de hacer guiños a su propia filmografía. Pero seamos sinceros: nosotros también lo haríamos si fuéramos Spielberg.

Lo que destaca de esta película no es eso, sino el respeto que muestra hacia la cultura pop y al mundo de los frikis, a los que por una vez no se trata como a tontos marginales sino que se les –nos– reverencia. La cultura del videojuego es aquí adorada. Sus practicantes no son perdedores sin vida social sino personas a las que admirar. Las referencias a este mundo explotan por todas partes, desde el ya mencionado fenómeno World of Warcraft hasta mitos intemporales como el Portal o el Mario Kart, desde juegos más actuales como el Minecraft o incluso el Wii Sports hasta clásicos ancestrales como el Manic Mansion o los juegos de Atari de los años 70.

Está claro que no hablamos de una obra maestra del cine, sino de un blockbuster de mucha acción y muchos efectos. Los villanos de la película son planos y no se entiende muy bien qué es lo que quieren, aparte de hacer maldades aquí y allá. La historia de amor es tópica, se ve venir a leguas y nos la sabemos de memoria desde hace doscientas películas. Es palomiteo de máximo nivel, pero es palomiteo made in Spielberg, lo que significa que visualmente es espectacular, que la dirección es impecable y los efectos visuales son impresionantes.

Uno de los mayores miedos que circulan por internet a día de hoy es que la película sólo se sostenga en base a referencias y cameos, que si no conoces todos los elementos culturales a los que hace referencia no la vas a entender. Y sí, es cierto que Ready Player One está abarrotada de guiños visuales y cameos, tantos que sospecho que tendremos que verla cincuenta veces para llegar a pillarlos todos. En segundo término conviven el Batman de Adam West con el de Nolan, los entrañables Looney Tunes de los años 30 con la aberrante versión de las Tortugas Ninja de Michael Bay, Godzilla con la nave espacial Serenity o la moto de Kaneda –y a todo esto… ¿estoy loco o he visto de verdad a Bruce Willis paseando entre la gente?-.

Pero lo bueno es que todas estas referencias no restan, sólo suman. No es necesario conocer todas las obras que se referencian, sólo están de apoyo para añadir gusto a los espectadores que puedan reconocerlas y, ya puestos, definir un poco mejor a algunos personajes. Yo mismo no conozco muchos de los videojuegos o películas que se mencionan y no he tenido ningún problema para entender la trama. Y mucho menos cuando la inmensa mayoría de referencias son sólo guiños visuales en segundo plano. Y las pocas que tienen relevancia para la trama están bien explicadas por si alguien no las pilla.

Y es que Spielberg puede ser muchas cosas, pero no es tonto. Lleva décadas en el negocio y sabe bien que una película no puede sustentarse solamente en sus referencias sólo hay que ver la trilogía de Indiana Jones, que contiene más de 300 guiños a otras obras pero esto no nos estorba ni nos impide disfrutar de la acción-. Sabe que no debe cimentar todo su guión sobre estas referencias sino simplemente usarlas como punto de apoyo. Y, sobre todo, que no le conviene limitarlas a una época o género concreto sino diversificarlas para no limitar su público objetivo.

Tenemos muchísimo amor a los videojuegos, pero esto no impide que también se homenajeen clásicos del cine, al mismísimo Orson Welles y que incluso tengamos una escena en homenaje a Kubrick en que Spielberg se luce de verdad imitando a la perfección su estilo narrativo, de planificación e iluminación, una escena que –y os lo digo de verdad– logró arrancar una oleada de aplausos en una sala repleta de críticos que, sinceramente, íbamos sin grandes esperanzas.

En una película en que ninguno de los actores destaca –con perdón de Simon Pegg-, la verdadera estrella es Alan Silvestri a la banda sonora. Como en todo lo que hace, realmente. Como en Regreso al Futuro, Vengadores, Rápida y Mortal, Arma Joven y otras tantas bandas sonoras inolvidables que nos ha dejado. Incluso se permite una breve auto-referencia, al igual que el director, pero es tan breve que no molesta.

El lema de la película podría resumirse en que no hay nada malo en ser un –con perdón de la expresión– “niño-rata” que se pasa el día encerrado jugando a videojuegos. Se desmitifica la idea de que los videojuegos te convierten en un autista sin vida social, se reverencia a los gamers y se fomenta la idea de que jugar a videojuegos, leer cómics y ver montones de películas te llena de cultura y de habilidades que pueden resultarte útiles para la vida. El protagonista es un adolescente de un barrio pobre, pero eso no le impide conocer a la perfección la historia de los videojuegos de Atari, la obra de Stephen King o la de Orson Welles. Porque ser friki, en el mundo real, implica ser culto. Los malos son los ejecutivos serios y estirados que consideran que los videojuegos y los cómics son una pérdida de tiempo infantil. Los buenos son los frikis. Y no son menos hábiles e importantes por ser críos enratonados adictos a la subcultura, sino todo lo contrario.

Ready Player One no es Ciudadano Kane –aunque la referencia constantemente-, no es más que otra saga adolescente del siglo XXI igual que muchas otras, para entretenerte viendo acción y grandes efectos. Pero la reivindicación y adoración del frikismo es lo que la distingue y deja un mucho mejor sabor de boca que el resto de obras de este género.

Y para qué mentir, como adaptación de World of Warcraft le da mil patadas a Warcraft: El Origen, de 2016.

Artículo de José Sënder.

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